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Los despojos de Cupido

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ink-sorbox's avatar
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Cuando desperté pude sentir esta astilla clavada en el pulgar derecho. Puedo apostar que me la enterré cuando estaba arreglando la caja de arena de Robin, el gato de mi chica. No cabía duda: la inflamación era evidencia de que ya llevaba bastante tiempo bajo la piel, por lo menos desde la noche anterior. El asco que producía ver una bola en mi dedo me mantuvo inquieto toda la mañana, pero eso no era lo peor. Con tan sólo tocarla, sabía que ese pedacito de madera iba a acompañarme por el resto del día: el dolor que me provocaba era intenso y fui demasiado cobarde para quitármelo en caliente. En cualquier caso, se me estaba haciendo tarde para ir al trabajo. Me puse un poco de cinta de micropore y salí a la calle.

Una vez trepado en el metro, estuve quejándome durante todo el trayecto. Sé que, aunque hubiese tenido la oportunidad, no me hubiera arrancado la espina, pero me mentí a mí mismo y decidí pensar que no fue falta de valor lo que me detuvo. Coincidentemente, hace algunos días noté que mi botiquín casero no tenía alcohol, lo que me venía como anillo al dedo. Una vez leí un artículo en Internet sobre los riesgos que existían al no tratar una herida correctamente, y las imágenes en la publicación volvieron a mi memoria. Me parecía increíble que un minúsculo descuido de higiene podía llevar a resultados tan desagradables. Ya me imaginaba mi dedo de color negro y lleno de pus: simplemente repugnante.

De nada sirvió que estuviese cuidando de mi dedo hinchado porque cuando estuve a punto de llegar a la última estación, mi celular sonó. Sosteniéndome con la mano izquierda de las agarraderas y haciendo un esfuerzo sobrehumano para sacar mi teléfono del bolsillo sin tocar accidentalmente un culo ajeno, logré deslizar la pantalla con el pulgar malo. No sé qué dolió más: la punzada en mi dedo o escuchar lo que Diana tenía que decirme.

“Hola, llamo para avisarte que estaré fuera unos días. Mi madre está muy enferma. En estos momentos estoy en camino a León. Te encargo que le des de comer a Robin.”

“Espera, corazón. Me hubieras avisado para ir contigo. Prométeme que vas a estar bien.”

“Si, adiós.”

“Te amo…”

Ya debí de haberme acostumbrado a este tipo de escenas. Sin embargo, nunca hace daño preguntar cómo es que las cosas llegaron hasta este punto. Conoces a alguien, te enamoras, mantienes una relación más o menos estable y, en menos de nueve meses, ella te empieza a tratar como a un desconocido. Es cierto que esta frialdad en nuestras pláticas tiene por lo menos un mes de antigüedad, pero hubo un tiempo en el que había un genuino interés mutuo por la compañía del otro. Al menos, yo todavía sufría cuando estaba lejos de ella.

-

Cuando pienso en el reciente distanciamiento con Diana, no puedo evitar recordar aquellas amistades perdidas en mis años de universidad. Con apenas veinte años encima, solía confundir cualquier indicio de amabilidad femenina con acciones de coqueteo sutil. Una de las consecuencias de mi ingenuidad frente a las mujeres fue mi primera golpiza. Aprendí que no era una buena idea escribirle un poema de amor a la novia del único amigo que tenía que sabía artes marciales. Un diente roto y tres puntadas en la ceja me ayudaron a darme cuenta de que era mejor deshacerme de las otras cartas que guardaba celosamente para mis otros “amores espontáneos”. ¿Qué puedo decir? Quise tener aunque sea un poco de lo que sus novios disfrutaban a diario.

A mis veintitrés, ya no quedaba ningún rastro de esa inocencia en mí. Sin embargo, no me había percatado de mi necesidad por la compañía femenina hasta que María llegó a mi vida. La conocí en un bar cerca de mi primer trabajo. Decidí dejarme llevar, en parte porque esa pequeña taberna, aunque no era precisamente refinada, tenía su encanto hogareño, y en parte porque no tenía las energías suficientes para generar desconfianza de nadie. Esa fue una noche muy larga.

Con el paso del tiempo, entendí que lo único que teníamos en común era la lujuria. Entré en una monotonía muy cómoda: por la mañana, iba a la oficina, y por la noche, a su cama. Cuando terminábamos, ella encendía un cigarrillo y yo me acurrucaba en su pecho. Apenas había tiempo para algunas caricias en el pelo o unos besos rápidos, porque ella se quedaba dormida casi de inmediato.  No puedo negar que el sexo era excelente, pero siempre me quedaba con las ganas de disparar alguna palabra romántica, algún “te amo”, algún “sin ti me muero”, esas cosas que se dicen después de hacer el amor. Intentaba reemplazar esa falta de cariño llenando su habitación de rosas o prendiendo velas aromáticas, pero el resultado siempre era el mismo. Ella mantuvo intacta su integridad emocional y yo caí en la resignación.

En películas y novelas el apego desmedido resulta ser muy romántico. Nadie se atreve a impedir las imprudencias de las víctimas de esta obsesión, e incluso estas locuras se llegan a justificar con cierta frase famosa: “en la guerra y en el amor, todo se vale”. Al parecer, en la conciencia colectiva no cabe la idea de que toda adicción, sin importar su origen, se trata en realidad de una perturbación mental. Por lo tanto, el sufrimiento en el que estaba sumido cuando María me dejó por otro era apenas considerado como un síntoma de duelo. “Ya se te pasará, dale tiempo”, decían mis amigos.

Desgraciadamente, la agonía tardó en retirarse. A pesar de la distancia, el apetito entre ambos nunca disminuyó. Tuvimos encuentros que mantuvieron viva nuestra insidiosa pasión, a pesar de su nuevo compromiso.

“¿Podemos ser sinceros respecto a nuestros sentimientos?”

“¿Para qué? A estas alturas no serviría de nada.”

“No importa.”

“Te deseo demasiado, pero primero necesito aclarar que lo amo a él.”

“Ok, lo tendré en cuenta.”

“Ok… ¿sabes?, me gustó volver a tenerte conmigo el día de hoy...”

Así leía una parte de una de nuestras pláticas por WhatsApp, meses después de que cortáramos. El extraño erotismo que tuvo lugar unos mensajes después fue razón suficiente para guardar la conversación en una carpeta privada en mi computadora. Carpeta que aún conservo, por si las dudas.

Al final, nuestras aventuras acabaron. Mi voluntad no fue suficiente para apartarla de él, a pesar de los interminables ruegos y lágrimas de mi parte. Tal vez fue precisamente mi insistencia la que la orilló a formalizar su noviazgo. Lo último que supe de ella fue que se casó un sábado 28 de diciembre, y, evidentemente, no pude evitar pensar que se trataba de una pésima jugarreta del azar. Años después, comprendí que el destino no obra de maneras tan explícitas.

Diana me rescató de la depresión. Nos presentaron en la fiesta de uno de mis compañeros. En ese entonces me había mudado a la capital y me instalé en una importante consultora informática, donde la paga era mayor. Con más tiempo disponible y más dinero en la cartera, decidí dedicar algunas de mis tardes libres para conocer a más personas. En cuanto empecé a hablar con ella supe que una oportunidad para redimirme se me había puesto en frente.

Desde ese día, todo se dio de manera automática. Al mes, ya éramos pareja. La confianza que desarrollamos fue suficiente para que nos fuéramos a vivir bajo un mismo techo a los cuatro meses. Todos nuestros conocidos nos veían siempre juntos, al grado de considerarnos como un mismo individuo. Yo estaba más que encantado con esa situación, pero tengo la ligera sospecha de que a ella le disgustaba la idea.

Ella trajo consigo a la alimaña de Robin, un gato roñoso y mimado que terminó destruyendo parte del sofá y la mayoría de mis calcetines. Esa pequeña bestia se mantuvo con vida sólo porque mi novia lo consideraba “el verdadero amor de su vida”, y al parecer yo era apenas un intruso en su relación. Aún no olvido cuando, en nuestro aniversario de seis meses, se tuvo que llevar al gato con nosotros de vacaciones. ¿Qué se hace en esos casos?

-

Todo esto pasó por mi mente desde que llegué a la oficina. Cuando terminó la entrevista con el último cliente del día, me despedí rápidamente de mi equipo y me dirigí a la farmacia por alcohol y algodón. El dolor que me provocaba esa maldita astilla ya era insoportable. Lo primero que hice al entrar a casa fue correr a la habitación y tomar las pinzas de mi novia de su mesita de noche. Había llegado la hora.

Al primer contacto con el metal, mi carne empezó a arder. Sólo cuando introduje las pinzas me di cuenta de que mis temores se habían vuelto realidad: de la abertura empezó a brotar un líquido lechoso de mal olor. Estaba impresionado con la profundidad a la que había llegado ese desgraciado pedazo de madera, cual flecha en el corazón, y tardé por lo menos diez segundos en sacarlo. En ese mismo instante, solté un grito de agonía al ver la cantidad de sangre que chorreaba de mi pulgar.

Al borde del desmayo, decidí tomar valor por una vez en mi vida y suturé la herida. La curación fue todavía más dolorosa, pero en cuanto apliqué presión durante unos cinco minutos, el sufrimiento de toda la jornada había desaparecido al fin. Fue entonces cuando se me ocurrió tomar mi celular.

“¿Marco?, ¿todo bien?, ¿cómo está Robin?”

“Creo que tu pinche gato se puede cuidar solo. Y al parecer yo también. Esto se acabó.”

“Espera, ¿qué te pasa? No me puedes dejar así... Amor…”

“Adiós.”

Unos instantes después, el teléfono empezó a sonar. No hacía falta mirar la pantalla para saber de quién se trataba. Con el algodón todavía en la herida, colgué aliviadamente la llamada con la mano derecha. En ese momento nada faltó para que pudiera dar el suspiro más prologando que haya dado en toda mi vida.
Es una pequeña historia que espero que pueda hablar por ella misma.
Comments3
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EDelAngel's avatar
me gustó mucho. Creo que deberias de hacer mas larga la escena de la astilla, o darle mas importancia, ya que supongo que simboliza la relacion. 
Es mi humilde opinion. Pienso que seria mas interesante si la astilla abarca mas del relato que los recuerdos de la relacion. O tal vez ligar los recuerdos de la relacion con momentos especificos a la hora de sacar la astilla.